AFICIÓN DEPORTIVA BALONCESTO Un transatlántico mutante

Un transatlántico mutante


El armario del Obradoiro coge tintes del de Las Crónicas de Narnia, pero sin llegar a extraer el as de corazones

Francisco Paesa, personaje protagonizado por Eduard Fernández en El hombre de las mil caras, es una mímesis de lo que se vive en los últimos tiempos por Sar. Un equipo carnavalesco que parece haberle cogido gusto a eso de disfrazarse, pues cada fin de semana sorprende con sus nuevos ropajes. Incluso tenía preparado uno para la jornada intersemanal: el de orfebre con corazón de minero. Sí, la tradición también adquiere vestigios híbridos, fruto del proceso de transformación.


Orfebre por su delicadeza, precisión y, sobre todo, por no dar puntada sin hilo. Minero por la entrega, la resiliencia y la dedicación. La combinación de ambas resultó en una nueva victoria sin brillantez, no siendo este un motiva para desmerecerla. Enfrente tenían a un David con físico de Goliat. Un equipo, en mayúsculas, con un plan y una forma de juego definida: aprovechar su músculo y centímetros para anegar a sus rivales defensivamente y, cuando la desesperación corriese por sus venas, recoger las sobras en ataque como si de un buitre se tratase.


La figura del carroñero, de ese novillero que corta la oreja al novillo cuando menos se lo espera, la ejerce Jalen Cone, uno de los grandes shooters de la categoría. Lo que no esperaban eran recibir de su propia medicina. Y, es que, lo del carbón al Obradoiro, desde la llegada de Félix Alonso, va intrínseco en su ADN. El técnico optó, en esta ocasión, porque fueran Quintela y Varela los que recibiesen su alma leonesa, la noble tradición de la lucha. Ambos, a través de un despliegue físico tremebundo, dejaron al norteamericano fuera de juego.


El de Greensboro tiraba la toalla por momentos. Era tal el colapso que se limitaba a merodear las esquinas. Su rostro recordaba al del típico borracho de turno que mira con recelo desde la barra como todo el pescado está vendido y él ni siquiera tiene ticket para ponerse a la cola. Así, con la anulación mutua, se llegó al asueto. La lógica dictaminaba que el que resistía era el conjunto isleño, pero la sensación era otra. Eran los locales los que, quizás por culpa de la ansiedad y el nerviosismo, parecían solicitar la respiración asistida.


Lo fácil, solo en determinadas ocasiones, deriva en efectivo. Limitarse a jugar “cuatro cosas” es lo que, en palabras de Félix Alonso, les permitió modificar sus prendas en la vuelta de vestuarios. El “pico y la pala”, bien custodiados en el banquillo por si se requería de su regreso a pista, fueron intercambiados por el tribulet y la lija. Hilar fino y cuidar los detalles es, a fin de cuentas, lo que diferencia a los grandes artistas. Davison, al menos en lo deportivo, dejó píldoras por si alguien por Santiago quiere incluirle en su lista de virtuosos.

Obradoiro

Imagen de Adrián Baulde/Obradoiro CAB


El escolta, desde el aterrizaje de Barcello en Lavacolla, se ha desprendido de las gruesas cadenas que lo amordazaban. El foco ahora se reparte y el peso de la anotación no recae únicamente sobre sus hombros. Los cánticos, propiciados por la evidente y sencilla similitud sintáctica con la bebida alcohólica, favorecieron, en mayor medida, a su compañero. Pero él fue el artífice de que se produjeran. El que, con un triple mayúsculo, levantó a los más de dos mil que poblaban, a duras penas, Sar. Sí, la entrada al jugar entre semana se resiente.


Su impacto causó una pequeña brecha en el Talayot menorquín, pero no terminó de derruirlo. La carga de faltas, particularmente en el caso de Arteaga, lo acabaría haciendo. Aunque Javier Zamora, técnico visitante, quiso pasar de puntillas al ser cuestionado sobre los colegiados, la influencia del equipo arbitral supuso la estacada final. Eso y la explosión de Barcello. Un jugador capaz de estar desaparecido durante media hora y resolverte un encuentro en dos minutos. El festival del `20´ dejó, definitivamente, sin parches a Menorca.

Resultaba más interesante mirar a la grada que al parqué en los últimos minutos: padres y madres tirando de sus hijos para no pillar tráfico a la salida, pues tocaba madrugar el jueves. Otros optaban por ponerse el derbi madrileño en sus celulares, ya que lo que acontecía ante sus ojos estaba decidido. Ni revisiones, ni dobles golpeos o tensiones innecesarias, la diferencia permitía sacar las palomitas sin miedo a atragantarse.


¿El aliciente para quedarse? Esa vuelta de honor que los jugadores realizan al término del encuentro. Un gesto, de unión y hermandad, rayano con lo supersticioso. El Leyma Coruña, la pasada campaña, consiguió el ascenso llevando a cabo la misma estrategia. ¿Su influencia en el logro? Difícilmente computable. Es mística, aura como definen las nuevas generaciones. ¿Quién le diría a Walter Benjamin que su concepto sobre la representación se volvería `trending topic´ un siglo después?


Sin embargo, como dilucidaba un compañero periodista en rueda de prensa con cierto toque sarcástico, los ascensos no se logran girando alrededor de la pista. Sí que se consiguen a base de talonario en determinadas circunstancias. Y el desplume realizado por el club, con Raúl López a la cabeza, es incontestable. Es por eso por lo que, desde fuera, se categoriza al Obradoiro como un transatlántico, pero de dicho disfraz no parecen disponer en su armario. El viaje es largo, arduo e impredecible. Las fórmulas de desembarco, pese a las mutaciones, sencillas: La Pinta o el Titanic.

Obradoiro

Imagen de Adrián Baulde/Obradoiro CAB

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